Thursday, January 15, 2009

El Sinaí y el Calvario por E.J. Waggoner


Aunque la ley sea incapaz de dar vida, no
va contra las promesas de Dios. Al contrario,
las confirma con voz atronadora
“Acordaos de la ley de Moisés, mi siervo, al
cual encargué, en Horeb, ordenanzas y leyes
para todo Israel. Yo os envío al profeta Elías antes
que venga el día de Jehová, grande y terrible.
Él hará volver el corazón de los padres hacia los
hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres,
no sea que yo venga y castigue la tierra con maldición”
(Mal. 4:4-6).
Considera cuán íntimamente relacionada está
la ley que fue proclamada desde Horeb, con la
tierna y subyugadora obra del Espíritu Santo.
Horeb es Sinaí, como es fácil ver en Deuteronomio
4:10-14, donde leemos las palabras de Moisés,
el siervo del Señor:
“El día que estuviste delante de Jehová, tu
Dios, en Horeb, cuando Jehová me dijo: ‘Reúneme
el pueblo, para que yo les haga oír mis
palabras, las cuales aprenderán para temerme
todos los días que vivan sobre la tierra, y las enseñarán
a sus hijos’, os acercasteis y os pusisteis
al pie del monte, mientras el monte ardía envuelto
en un fuego que llegaba hasta el mismo
cielo, entre tinieblas, nube y oscuridad. Entonces
Jehová habló con vosotros de en medio del fuego;
oísteis la voz de sus palabras, pero a excepción
de oír la voz, ninguna figura visteis. Y él os
anunció su pacto, el cual os mandó poner por
obra: los diez mandamientos, y los escribió en
dos tablas de piedra. A mí también me mandó
Jehová en aquel tiempo que os enseñara los estatutos
y juicios, para que los pusierais por obra
en la tierra a la que vais a pasar para tomar posesión
de ella” (Deut. 4:10-14).
Cuando el Señor nos dice que recordemos la
ley que promulgó en Horeb, o Sinaí, es para que
podamos conocer el poder con el que va a volver
el corazón de los padres y de los hijos, a fin de
que estén preparados para el terrible día de su
venida. “La ley de Jehová es perfecta, que vuelve
el alma” (Sal. 19:7).
La Roca herida
Cuando Dios proclamó la ley desde el Sinaí,
ese manantial de agua viviente que había brotado
de la roca herida en Horeb, seguía fluyendo.
De haberse secado, los Israelitas se habrían encontrado
en una situación tan desesperada como
antes, pues carecían de otro suministro de agua,
esa era su única esperanza de vida. Fue desde
Horeb, lugar en donde manó el agua que les restituyó
la vida, que Dios pronunció la ley. La ley
vino de la misma roca de la que estaba ya fluyendo
agua, y “esa Roca era Cristo” (1 Cor.
10:4).
A Sinaí se lo considera con razón como un sinónimo
de la ley; pero no lo es menos de Cristo,
puesto que en él hay vida. Dijo Jesús: “el hacer
tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley
está en medio de mi corazón” (Sal. 40:8). Dado
que del corazón “mana la vida” (Prov. 4:23), la
ley era la vida de Cristo.
“Él fue herido por nuestras rebeliones”, y “por
sus llagas fuimos nosotros curados”. Cuando fue
golpeado y herido en el Calvario, fluyó de su corazón
la sangre que da vida, y esa corriente sigue
hoy manando para nosotros. Pero la ley está
en su corazón, de forma que cuando bebemos
por la fe de ese manantial que da vida, estamos
bebiendo la justicia de la ley de Dios. La ley viene
a nosotros como un manantial de gracia, como
un río de vida. “La gracia y la verdad vinieron
por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). Cuando
creemos en él, la ley no es para nosotros meramente
“letra”, sino una fuente de vida.
Observa que todo eso estaba en Sinaí. Cristo,
el dador de la ley, era la Roca herida en Horeb,
que es Sinaí. Ese manantial significaba la vida
para aquellos que bebían de él, y a ninguno de
los que lo recibían con profundo agradecimiento
se le podía ocultar que provenía directamente de
su Señor, del Señor de toda la tierra. Así, podían
haber resultado convencidos del tierno amor del
Señor por ellos, y del hecho de que él era su vida,
y por consiguiente, su justicia. Así, aún siendo
cierto que no podían acercarse al monte sin
morir –una evidencia de que la ley, sin Cristo,
significa la muerte para el hombre–, podían no
obstante beber del manantial que de él brotaba, y
de esa forma, al beber de la vida de Cristo podían
beber la justicia de la ley.
Las palabras pronunciadas desde el Sinaí,
proviniendo de la misma Roca de la cual manó el
agua que fue la vida del pueblo, manifestaban la
naturaleza de la justicia que Cristo les impartiría.
Si bien era una “ley de fuego”, era al mismo tiempo
un saludable manantial de vida. Dado que el
profeta Isaías sabía que Jesús era la roca herida
en Sinaí, y que ya entonces era el sólo Mediador,
“Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en
rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a
su debido tiempo”, pudo afirmar que fue “molido
por nuestros pecados”, “y por sus llagas fuimos
nosotros curados”.
Los israelitas de antaño tenían allí expuesta la
lección de que es sólo mediante la cruz de Cristo
como la ley es vida para el hombre. Idéntica lección
se nos aplica a nosotros, junto a la otra cara
del mismo hecho: que la justicia que nos viene
mediante la vida derramada en la cruz en favor
nuestro, es precisamente la requerida por los
diez mandamientos, ni más ni menos.

Leámoslos:
1. “Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la
tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No
tendrá dioses ajenos delante de mí”
2. “No te harás imagen ni ninguna semejanza
de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la
tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te
inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy
tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta
generación de los que me aborrecen, y hago misericordia
por millares a los que me aman y
guardan mis mandamientos”
3. “No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios,
en vano, porque no dará por inocente Jehová al
que tome su nombre en vano”
4. “Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis
días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo
día es de reposo para Jehová, tu Dios; no
hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni
tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero
que está dentro de tus puertas, porque en seis
días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y
todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el
séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el sábado
y lo santificó”
5. “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus
días se alarguen en la tierra que Jehová, tu Dios,
te da”
6. “No matarás”
7. “No cometerás adulterio”
8. “No hurtarás”
9. “No dirás contra tu prójimo falso testimonio”
10. “No codiciarás la casa de tu prójimo: no
codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni
su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna
de tu prójimo”


Esa fue la ley que fue proclamada entre los terrores
del Sinaí, por los labios de Aquel de quien
provino y proviene la vida en ese manantial que
allí estaba brotando; su propia vida dada por
ellos. La Cruz, con su manantial sanador, que da
vida, estaba en el Sinaí, por consiguiente la Cruz
no puede efectuar cambio alguno en la ley. La
vida procedente de Cristo, tanto en el Sinaí como
en el Calvario, muestra que la justicia revelada
en el Evangelio no es otra que la de los diez
mandamientos. Ni una jota ni un tilde de ellos
puede pasar. Los terrores del Sinaí estuvieron en
el Calvario en la densa oscuridad, en el terremoto,
y en la gran voz del Hijo de Dios. La roca
herida y el manantial abierto en el Sinaí representan
al Calvario; el Calvario estuvo allí; es un
hecho cierto que desde el Calvario fueron proclamados
los mandamientos idénticamente a
como sucedió en el Sinaí. El Calvario, no menos
que el Sinaí, revela la terrible e invariable santidad
de la ley de Dios, tan terrible y tan invariable
que no perdonó siquiera al mismo Hijo de Dios,
al ser “contado con los pecadores”. Pero por
grande que pudiera ser el terror inspirado por la
ley, la esperanza de la gracia es todavía mayor,
ya que “cuando el pecado abundó, sobreabundó
la gracia” (Rom. 5:20). Detrás de todo permanece
el juramento del pacto de la gracia de Dios,
que asegura la perfecta justicia y vida de la ley
en Cristo; de forma que, aunque la ley decretaba
muerte, estaba en realidad mostrando las grandes
cosas que Dios había prometido hacer por
aquellos que creen. Nos enseña a no poner
nuestra confianza en la carne, sino a adorar a
Dios en el Espíritu, y a gozarnos en Jesucristo.
Así, Dios estaba probando a su pueblo, a fin de
que pudieran saber que “no sólo de pan vivirá el
hombre, sino de todo lo que sale de la boca de
Jehová vivirá el hombre” (Deut. 8:3).

Por lo tanto, aunque la ley sea incapaz de dar
vida, no va contra las promesas de Dios. Al contrario,
las confirma con voz atronadora; ya que
según el invariable juramento de Dios, el mayor
requerimiento de la ley no es para el oído de la fe
más que una promesa de su cumplimiento. Y de
ese modo, enseñados por el Señor Jesús, podemos
saber “que su mandamiento es vida eterna”
(Juan 12:50).


The Present Truth, 26 noviembre 1896